Publicado el 6 de abril de 2020 en El Deber
No es fácil escribir sobre la muerte de uno de los principales responsables de la muerte de mi padre. Remuevo mis recuerdos. Es una noche de septiembre de 1980. Está toda la familia refugiada en casa de mi abuelo, en la Av. Bush 686, en Miraflores; abrazamos la ilusión de cierta seguridad, él es militar retirado, fue ministro y alcalde, no nos harán daño. Mi papá es militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, partido perseguido luego del golpe de julio.
Nos reunimos frente a la televisión que transmite en blanco y negro. Aparece Arce Gómez, el ministro del interior del régimen dictatorial de Luis García Meza. Amenaza y todos sabemos que cumplirá cada una de sus palabras. Debemos andar “con el testamento bajo el brazo” porque será taxativo con quienes se opongan al gobierno. Escuchamos con miedo, tengo diez años, mi hermana catorce. Miro a mi padre que sólo tiene 37 años, y espero que no llegue lo fatal.
Los meses se acumulan uno a uno entre historias tenebrosas, toque de queda, perseguidos, presos, torturas. Escucho que cuando los militares allanan una casa no respetan ni a los niños. Mi vida cotidiana es inusual, nos trasladamos por temporadas donde mi abuelo, aprendo a no hablar de más en la escuela, a no preguntar mucho sobre los amigos alojados -perseguidos- que llegan a dormir a casa. Aprendo a tener miedo, pero intentar controlarlo cuando pasamos algún retén, a temblar cuando pasan las ambulancias porque dentro van paramilitares. Me sé de memoria las siglas del Servicio Especial de Seguridad (S.E.S.), cuerpo de represión del ministro Arce Gómez que reparte muerte en camionetas cafés, a menudo estacionadas en la calle Hermanos Manchego en Sopocachi. Cuando pasamos por ahí cuento cuántas vagonetas hay y elucubro sobre el destino de las ausentes.
Y llega el día, aquel jueves 15 de enero de 1981 cuando mi padre es torturado hasta dejar su último suspiro, con otros miembros de la dirección nacional del MIR. Arce Gómez es el responsable directo.
Me he preguntado muchas veces cómo llegamos hasta ahí. Qué sistema político permitió que la perversión se apodere del control de la vida pública. Cómo unos monstruos como Arce Gómez, García Meza y la larga lista, tuvieron la responsabilidad de gobernar. Cuál fue nuestro error. Pero revisando la historia, también siempre he quedado impactado por la valentía, el coraje, la lucidez de gente tan noble como mi padre y muchos más que, en las circunstancias más dramáticas de las últimas décadas, supieron estar a la altura. Del espanto nace la esperanza.
Con la muerte de Arce Gómez, se empieza a cerrar un ciclo. Hoy las circunstancias son otras incomparables. Mucha agua ha corrido bajo el puente. Por respeto a quienes sufrieron en las dictaduras, ningún paralelo es honesto; nadie, y menos por mezquinos intereses políticos de coyuntura, debe comparar a aquel ministro del interior con ningún otro, aquel período militar con ningún otro. No vale. No se puede jugar con la memoria y el dolor para llevar agua a cualquier molino.
En fin, Arce Gómez nos mandó a andar con el testamento bajo el brazo; lo que es el destino, nacieron testimonios de rebeldía, de desobediencia, de lucha. Hoy, más que acordarme un tirano que se va, quiero traer a la memoria los que, a pesar de su amenaza, salieron a la calle, a las reuniones, a la movilización. Los que sabiendo que su vida estaba en juego, no callaron. Anduvieron no con un testamento bajo el brazo, sino más bien con un manifiesto de vida, ternura y de esperanza: es lo que nos dejaron como legado.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM