Campañas, populismo, polarización

La televisión trajo rostros, apariencias y gestos a las campañas políticas y, junto con ello, la supeditación del discurso político (que no siempre fue precisamente sofisticado) a la hegemonía y la intensidad mediática de la imagen. Desde hace tiempo se puede hablar de la spotización de las campañas, especialmente porque en México los partidos disponen de acceso a la televisión y la radio pero solamente en segmentos que no pueden durar más de dos minutos (aunque los partidos prefieren difundir mensajes de 30 segundos en los que dicen mucho menos, pero más y más veces, en tediosa repetición de lemas e íconos).

Ahora podemos decir que, además, estamos ante la tiktoktización de las campañas. Una gran cantidad de candidatos, en campañas lo mismo municipales que para cargos legislativos e incluso gubernaturas, hacen muecas, bailan, cantan o se disfrazan, mimetizándose a los estilos de TikTok —quizá la más simplificadora de las redes sociodigitales—.

Ya es lugar común decir —pero es imposible dejar de subrayarlo— que la supeditación del quehacer político a los formatos y condiciones de los medios, y ahora de las redes sociodigitales, es parte de la creciente espectacularización de la vida pública. Esa articulación entre política y ecosistema mediático —que incluye lo mismo a medios convencionales que digitales— ha ampliado el espacio público, incorpora nuevas reglas y exigencias al proselitismo político en nuestras sociedades y forma parte de un escenario en donde la política tiende a ser apabullada por extravagancias y por un acentuado personalismo.

La creciente imbricación entre medios y las redes sociodigitales, el allanamiento del discurso complejo a la concisión y simpleza de Twitter y favorecen a un modo específico de quehacer político, el liderazgo populista. Ese estilo también se fortalece gracias a la construcción de burbujas autorreferenciales como las que articulamos en Facebook, en donde nuestros “amigos” en línea son personas con preferencias —inclusive políticas— similares a las nuestras; cuando la información que recibimos sobre asuntos públicos proviene de tales personas, con las que compartimos enfoques y en las que confiamos, se acentúa el riesgo de que recibamos noticias falsas y de que las consideremos verosímiles. El populismo abreva en la propalación de hechos ajustados a la narración del líder carismático.

No es este el sitio pertinente para incursionar en la extensa discusión sobre las acepciones de populismo. Valga recordar, solamente, que en el liderazgo populista las mediaciones entre el dirigente y sus seguidores tienden a difuminarse y la institucionalidad que articula a los partidos es reemplazada por la devoción al caudillo. El líder populista se asume no como gobernante sino como encarnación del pueblo; amparado en esa coartada sus decisiones las postula como inapelables y no admite la fiscalización, los contrapesos ni las interlocuciones que son parte del funcionamiento y la estructura de los estados modernos.

La cultura del espectáculo privilegia la personalización. Las figuras notorias —o que merced a su tránsito por la televisión disfrutan de una efímera pero intensa visibilidad— son el alma del espectáculo audiovisual. Ese estilo encaja perfectamente con el acentuado personalismo de la política populista. Delante de las cámaras de televisión, sobre todo si él controla el tiempo y la transmisión, el líder populista se explaya y ufana en largas peroratas, descalifica a sus contrarios —que son, para él, todos aquellos que no lo siguen de manera incondicional—.

El líder populista abomina de la deliberación porque lo suyo no es el contraste de ideas, y mucho menos los matices que permiten establecer acuerdos, sino las verdades y decisiones categóricas que él formula. Cuando, obligados por las reglas electorales, los candidatos de corte populista tienen que presentarse en debates con otros aspirantes, eluden la discusión con gracejadas o invectivas. No importa cuán grave sea la acusación que enderece contra sus rivales, el líder populista puede simular o incluso adulterar pruebas y presentar denuncias falsas. No le importan los hechos sino las apariencias. No se beneficia del intercambio con otros candidatos sino de la denostación. El candidato populista no busca el reconocimiento de todos sino la ovación de sus adláteres.

Las redes sociodigitales son espacios idóneos para la construcción y el afianzamiento del liderazgo populista. La cultura de los memes que consagra estereotipos, los tuits que son propicios para aplaudir o vituperar o el respaldo de youtubers que manufacturan tendencias a partir de la estridencia, se sintonizan con el estilo populista.

En las campañas que hemos presenciado en la intensa temporada electoral que desembocará en los comicios del 6 de junio se ha podido apreciar una suerte de degradación de la expresión y el intercambio políticos. La polarización que ha creado y que alienta a diario el presidente López Obrador desde Palacio Nacional forma parte del contexto que ha favorecido la feria de simplezas que han sido muchas de esas campañas.

En ese entorno las campañas políticas reproducen, incluso cuando intentan confrontarlo, el discurso y en ocasiones la figura del líder populista. La propaganda de campaña, comenzando por los spots en televisión y radio pero sobre todo en mensajes y memes en las redes sociodigitales, alude o ensalza al liderazgo populista. Centenares o quizá millares de candidatos, con frases simplistas, ofertas huecas o inciertas e inclusive con bufonadas y sin reparo alguno para hacer el ridículo, intentan a su manera alcanzar 15 segundos de fama.

Las campañas electorales, que se desarrollan en el contexto que impone el liderazgo populista, participan de la ineludible polarización y la reproducen. Frente a los excesos retóricos y políticos del líder populista, numerosos aspirantes a beneficiarse de su renombre o incluso muchos de quienes pretenden enfrentarlo, comparten esa simplificación de los asuntos públicos y de las formas para hacer política.

El populismo rehuye la deliberación, postula un discurso único para el que no admite cuestionamientos, intenta centralizar la vida pública en torno a un solo personaje, prescinde de mediaciones e instituciones. Los medios de comunicación resaltan las expresiones más altisonantes en las campañas y por lo general soslayan las propuestas o los diagnósticos críticos; mientras más extravagantes sean los desfiguros de un candidato, más cobertura televisiva alcanzará. Las redes sociodigitales, por su parte, muestran el segmento de la realidad que cada quien prefiere mirar; en nuestras cuentas de Facebook, Instagram y Twitter por lo general seguimos a candidatos y opinadores que nos gustan y nos retroalimentamos en las adhesiones que reciben.

Para que en la escena política haya contraste auténtico y deliberación se requieren posiciones claramente diferenciadas, evaluaciones sustentadas en datos y se requiere, antes que nada, interlocución entre los actores políticos. El liderazgo populista rehúye el diálogo y cultiva el desplazamiento del debate por los dicterios. Medios y redes pueden reseñar y explicar la polarización pero a la vez la reproducen porque es muy difícil que puedan colocarse al margen de ella.

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