Publicado el 28 de mayo en La Lettre de l’IHEAL-CREDA n° 30
La política en las urnas
El próximo 2o de octubre Bolivia volverá a las urnas para una nueva elección presidencial en la cual se definirá el gobierno para el período del 2020 al 2025. Se trata de la sexta vez en que los bolivianos acudan a las ánforas -cuatro elecciones presidenciales y dos referéndums- desde que Evo Morales obtuviera la contundente victoria en el 2005 que lo llevó al Palacio de Gobierno con el 53.5 % de los votos, de donde no se ha movido hasta nuestros días.
Hay que recordar el sorprendente resultado de Morales, fue fruto de la acumulación de las luchas sociales contra el neoliberalismo desde el año 2000, y de la decadencia del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada que dirigía el país en su última gestión desde el 2002, debiendo concluir su mandato el 2007. En octubre del 2003, como reacción a una serie de medidas antipopulares, la crisis del mandatario derechista fue mayor, teniendo que huir en helicóptero luego de importantes movilizaciones y represión, a lo que sobrevino un período de inestabilidad y transición política que decantó en el éxito del Movimiento al Socialismo (MAS), partido de Evo Morales.
Los primeros años de gobierno del MAS fueron los más difíciles, toda vez que las fuerzas sociales se reacomodaban en un nuevo escenario incierto, las élites se refugiaban en sus territorios mejor controlados y comenzaba una batalla que duró al menos tres años, cuando la hegemonía del presidente se impuso en todos los ámbitos.
En efecto, en julio del 2006 se convocó a elecciones para conformar la Asamblea Constituyente con la misión de redactar la nueva Constitución Política del Estado (el MAS obtuvo 50.7% de la representación). La Asamblea fue el lugar de disputa que se resolvió en un referéndum para aprobar la Constitución que se llevó a cabo el 25 de enero del 2009. El resultado fue de aprobación por 61.4% de la población, por lo que la nueva Carta Magna fue promulgada dos semanas más tarde. Ello condujo a nuevas a elecciones generales el 6 de diciembre del mismo año. El partido de Evo Morales obtuvo una segunda victoria todavía más generosa que la primera recibiendo el 63.9% del apoyo popular. La segunda fuerza sólo alcanzó 26.6% de los votos.
A partir del 2009, ya había una nueva baraja en el país. La hegemonía de Morales era innegable, lo que obligó a todos los actores a acomodarse a las reglas del juego. Pasado el temporal, empezaba la gestión pública propiamente dicha con un cómodo control del escenario político nacional. Cuando llegó el tiempo de las nuevas elecciones, en el 2014, Morales todavía gozaba de gran respaldo que se vio reflejado en 61% de apoyo electoral, seguido por 24.5% de Alianza Unidad Demócrata, el partido del empresario Samuel Doria Medina.
Pero las cosas empezaron a complicarse para el presidente. Habida cuenta que la Constitución aprobada unos años atrás impedía la segunda reelección, lo que iba en contra de las ambiciones de Evo Morales, el 21 de febrero del 2016 se convocó a un referéndum que rectificara el artículo 168 de la Constitución y que diera paso libre para un eventual tercer período de gobierno. El resultado peleado, luego de una serie de excesos de todos los actores, fue 51.3% por el “no” y 48.7 por el “sí”, imposibilitando la continuidad de Morales. Sin embargo, el año siguiente el gobierno apeló al Tribunal Constitucional del Estado Plurinacional para que declarara inconstitucional el artículo aprobado años atrás por ser discriminatorio y violar su derecho humano a ser candidato. El órgano jurídico, controlado por el gobierno, accedió a la solicitud dando paso libre a la nueva elección que, como se dijo, se llevará a cabo en octubre próximo.
Ahora bien, más allá de las cifras electorales y las artimañas propias del mundo político, ¿cómo está el país en la actualidad? ¿Cuál es el balance de estos trece años de gobierno del MAS? El emblema oficial del período ha sido el “proceso de cambio”, pero ¿qué cambió en realidad? ¿qué se mantuvo? ¿qué cambió para no cambiar?
El cambio
La diversa literatura científica en Bolivia coincide globalmente en que el país ha atravesado por una mutación calificada por algunos como una “transición a una nueva forma estatal”, o por otros sólo como una “crisis de Estado”. Pero para dimensionar el cambio se deben desglosar cuatro dimensiones distintas. En primer lugar, se ha vivido la rotación de élites administrativas quebrando la inercia colonial que reservaba a la élite blanca la misión dirigir el país. Varios estudios muestran cómo, empezando por el propio presidente, los ministros, diputados y senadores provienen de sectores sindicales y no de las aulas universitaria o las grandes familias empresariales. Además, se ha creado una burocracia media que no tiene un alto origen de clase.
El segundo punto es la economía. Se ha desmontado la inercia neoliberal que implicaba dejar la autoregulación del mercado con poca intervención estatal, y se ha fortalecido la presencia de la maquinaria del Estado en el control del dinamismo económico. Además, se ha establecido una política de inyección de capitales directos a la población a través de bonos, incremento notable del salario mínimo y beneficios puntuales -como el “doble aguinaldo” de fin de año para todos los trabajadores- que ha generado una estable clase media reduciendo el índice de desigualdad y el porcentaje de población en extrema pobreza. Finalmente, se ha favorecido la emergencia de nuevos capitales populares en algunos ámbitos como el comercio.
La nueva política económica ha creado una clase media, preponderantemente joven y urbana, con un tipo de consumo estandarizado con los patrones latinoamericanos -por ejemplo a través de la proliferación de malls y supermercados modernos-, más pragmática y menos ideologizada, competitiva, que se mueve con soltura ante las exigencias de la tecnología y vislumbra un horizonte de ascenso a través de préstamos bancarios y educación.
La cuarta y última dimensión, la llamada “descolonización”, se materializa de dos maneras. Por un lado, como el intento de generar un “nuevo imaginario estatal” -como ha sido denominado por algunos autores- donde el indígena esté al centro, particularmente reforzando la imagen del presidente que se reclama heredero de los líderes de sublevaciones indígenas; y por otro lado, el cambio simbólico en el sentido de pertenencia a una colectividad de iguales, una distinta relación con el otro, en especial de los sectores populares frente a las élites tradicionales, lo que repercute, por ejemplo, en otras condiciones laborales en el hogar, en las empresas, en un horizonte más equitativo de las responsabilidades públicas.
Pero no todo cambia.
La continuidad
A pesar de una retórica que se esfuerza por mostrar un verdadero “proceso de cambio” -recordemos que hasta las fuerzas armadas bolivianas hoy repiten el lema “patria o muerte”, propio de la revolución cubana-, la ola de transformaciones no llega a todos lados.
Como se ha dicho en varios foros, el modelo de desarrollo reposa todavía en el extractivismo y por tanto explotación de los recursos naturales hasta que la naturaleza lo permita. Dado que se tiene relativamente controlados -sea cooptados en la estructura burocrática estatal o sometidos a cualquier precio- a los principales movimientos sociales, no le resulta demasiado complicado al gobierno continuar su proyecto. Así, construir las carreteras, represas, el uso de los bosques o la contaminación de las aguas, y hasta el proyecto de energía nuclear, son cosa de todos los días. En buena medida la ideología del progreso cambió poco en las últimas décadas. No es casual que para medir el desarrollo se siga dando preponderancia a los resultados económicos como el crecimiento del PIB, ni que el gobierno sea constantemente felicitado por las organizaciones financieras mundiales (como el Fondo Monetario Internacional) cuando se refieren a la gestión económica.
En la misma dirección, los sectores empresariales y bancarios que manejaron el dinero nacional siguen siendo los mismos, las pocas familias que controlan la banca no han cambiado -de hecho ganan más ahora que en los mejores años del neoliberalismo- y los empresarios de la construcción han vivido sus mejores años. Por ejemplo, el sentido de ciudad de cemento y autopistas que fue el eje y orgullo de la dictadura de Hugo Bánzer (1971-1978) encuentra en la propuesta urbana de Evo Morales su mejor continuador con nuevos palacios, edificios, teleféricos. Bien decía Marshal Berman que Brasilia parecía la concreción física de un régimen autoritario y paradójicamente fue diseñado por el arquitecto comunista Oscar Niemeyer; lo mismo pasa en Bolivia, el gobierno que se dice socialista materializa el sueño urbano de los empresarios del banzerismo.
Cambiando para conservar
Ya la sociología ha mostrado cómo en múltiples ocasiones se cambia lo aparente pero no se toca la estructura básica que sostiene un determinado sistema. En Bolivia se puede observar esa tendencia en algunos rubros.
En la política se ha renovado el principio de la gobernabilidad pero bajo la premisa de la subordinación. Si en la era neoliberal se acudió a la “democracia pactada”, que significaba repartir los beneficios del estado a quienes participen del pacto siempre y cuando no perturben la administración, ahora se ha instalado un régimen de democracia controlada desde el partido, involucrando a todos en el mismo, con base en los réditos de la administración burocrática -y obligando a todos los funcionarios a participar en eventos de campañas políticas bajo amenaza de perder su trabajo si no lo hacen-. Así, quienes están adentro del partido y que por tanto controlan el estado, toman las decisiones en bloque sin necesidad de discusión alguna. El parlamento, que antes fue el espacio privilegiado para los pactos arreglados por la élite a puerta cerrada, ahora es simplemente una instancia de ejecución de las políticas que dicta el presidente, que sólo consulta a su sindicato, a sus ministros y su pequeño entorno. Se ha esfumado el lema “mandar obedeciendo al pueblo” tomado del zapatismo mexicano que alguna vez fue evocado por el gobierno en sus primeros años (hasta el referéndum cuyo resultado fue indiscutible, ha sido revertido por la fuerza). En términos más abstractos -lo decía Touraine como un peligro para América Latina- la sociedad se ha sometido al estado, y el estado al partido.
Evidentemente esto ha implicado la destrucción de toda disidencia, y el uso de todos los instrumentos de los que dispone el aparato público para el sometimiento y aniquilación del que piense diferente, eliminando cualquier posibilidad de diversidad ideológica o pluralidad política.
De manera paralela, el funcionamiento de las formas estatales como una manera centralista y autoritaria de concentrar el poder, han cambiado de apellidos en su ejercicio, pero se han quedado intactas y fortalecidas en su estructura. Así, en vez de construir mecanismos de participación política y de toma de decisiones desde las comunidades, se ha reforzado la idea del liderazgo, del jefe, del presidente. La imagen de Evo Morales, que es uno de los pilares del modelo político, ha destrozado toda posibilidad de gestión colectiva del poder, doblegando la tradición libertaria boliviana basada en las masas y en la comunidad como núcleo rotativo y democrático desde donde se diseñe y gestione de lo común.
En suma, este octubre Bolivia se enfrentará a las elecciones más polarizadas de la última década con dos opciones partidistas preponderantes -y que tienen las mayores posibilidades de victoria-: por un lado, el MAS de Evo Morales, y al frente Comunidad Ciudadana de Carlos Mesa. Ninguna alternativa representa cambio radical o continuidad total; sea cual fuere el resultado, quien reciba el gobierno deberá administrar un país con una serie de tensiones y contradicciones -algunas creativas otras destructivas- en la economía, la sociedad y la política. Y será heredera de lo bueno, lo malo y lo feo de una década de un solo partido en el ejercicio de gobierno.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM