Con el COVID-19 propagándose rápidamente por el mundo junto con la parálisis económica, distintos sectores de la sociedad se preguntan: ¿cómo está afectando la pandemia la situación alimentaria en el mundo y particularmente en México?
La respuesta comienza señalando que antes de la aparición de la pandemia los sistemas agroalimentarios del mundo presentaban una severa crisis, que se reflejaba en una tendencia al alza en la hambruna mundial. Según el último informe denominado “Panorama de la seguridad alimentaria y nutrición en América Latina y el Caribe 2019”, elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se estimaba que más de 1 900 millones de personas en el mundo sufrieron inseguridad alimentaria en el trienio 2016-2018, es decir, una de cada cuatro personas en el mundo. De este total, 187 millones de personas vivían en América Latina y, de éstas, 11.5 millones en México.
Si bien los factores principales que impulsaron las tendencias anteriores fueron estructurales, relacionadas con el carácter asimétrico y excluyente de la globalización, que influyeron en la desigual disponibilidad de alimentos, también ha habido otros como, por ejemplo: conflictos armados, fenómenos meteorológicos extremos y las turbulencias comerciales y socioeconómicas. Hoy en día, se suma otro factor: el COVID-19.
Según la misma FAO, es altamente probable que la pandemia traerá un incremento del hambre en el mundo, y con especial intensidad en los países de América Latina, incluido México. Esta organización ya había advertido a finales del año pasado que el año 2020 sería un periodo crítico para numerosos países arrasados por la pobreza o la guerra, donde 135 millones de personas enfrentarían niveles de hambre críticas. Sus proyecciones actualizadas casi duplican ese número debido a la pandemia.
Si bien existen las suficientes reservas de alimentos en el mundo y los precios internacionales de los granos o “commodities” no han aumentado significativamente, el mayor riesgo detectado en el corto plazo, según la FAO, es no poder garantizar alimentos a la población debido a la interrupción de las cadenas de suministros de alimentos a nivel mundial, mejor conocidas como “cadenas globales de valor agroalimentarias”, debido a los bloqueos internacionales y nacionales en la transportación. Al cierre de fronteras se agregan cierres de mercados nacionales mayoristas y minoristas por presentar casos con la enfermedad.
A este riesgo, es probable se sumen paulatinamente otros que pueden hacer más complejo este panorama como, por ejemplo, la recesión económica, la devaluación de las monedas locales, los eventos hidrometeorológicos extremos que han comenzado a ocurrir, la inflación interna en los precios de alimentos y, la pérdida de ingresos por desempleo.
En el caso de México, este riesgo es altísimo, ya que el país tiene una fuerte dependencia a las importaciones de alimentos del mercado internacional. De hecho, el país sufre de una grave inseguridad alimentaria (herencia del modelo neoliberal) debido a que nos hemos convertido en el principal importador de granos básicos del mundo, especialmente de maíz, el segundo de leche y el tercero de carne de cerdo.
Según la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), en su informe titulado “Seguridad Alimentaría bajo la pandemia de Covid-19”, el resultado de tal dependencia y la disrupción en la distribución de alimentos por la pandemia, pueden llevar al país a pasar de un riesgo “medio alto” a uno “alto” en materia de inseguridad alimentaria de no actuar pronto.
Por ello, las acciones de los gobiernos en materia de políticas públicas para enfrentar la crisis actual son fundamentales, señala la propia CELAC. En este sentido, las políticas públicas en materia de fomento agrícola y seguridad alimentaria puestas en marcha antes de la pandemia por el nuevo gobierno, resultan de gran ayuda para mitigar, en parte, el aumento estimado de la inseguridad alimentaria.
Uno de los programas recientes más importantes en esta materia es el denominado “Precios de garantía para los pequeños y medianos productores”, cuyo objetivo no sólo es reintegrar a dos millones de estos productores al mercado interno e incrementar sus ingresos, sino principalmente fortalecer la seguridad alimentaria nacional mediante el aumento de la oferta de productos básicos como el maíz, frijol, arroz, trigo panificable y leche. Hasta el momento, se ha informado que el programa opera bajo el siguiente esquema:
• Maíz, 5 mil 610 pesos por tonelada, hasta 20 toneladas, a productores campesinos de hasta 5 hectáreas. Y recientemente a los agricultores sinaloenses de hasta 50 hectáreas, con 4 mil 150 pesos por tonelada.
• Frijol, 14 mil 500 pesos por tonelada, hasta 15 toneladas, a productores de hasta 30 hectáreas de temporal o 5 hectáreas de riego.
• Trigo, 5 mil 790 pesos por tonelada, hasta 100 toneladas por productor.
• Arroz, 6 mil 120 pesos por tonelada, hasta 120 toneladas por productor y,
• Leche, 8.20 pesos por litro.
Según informes oficiales recientes, se estima que dicho programa está teniendo un impacto positivo en aumentar la oferta de alimentos ya que, con este estimulo, en lo que va de este año 2020, se logró aumentar casi un 30 por ciento la producción de granos básicos y leche en el país. El impacto de este aumento en la producción interna ha provocado la disminución en las importaciones de estos mismos productos desde los mercados internacionales.
Aunque recuperar la seguridad alimentaria nacional pérdida durante el periodo neoliberal, y hoy puesta en entredicho aún más por la pandemia, requiere de acciones más profundas como democratizar la estructura agraria, actualizar la estrategia de desarrollo económico nacional, mayor desarrollo tecnológico e impulso a la innovación agrícola, etcétera, se puede sostener que dicho programa está demostrando ser oportuno en el sentido de evitar que la crisis de salud se transforme en una catástrofe alimentaria nacional.
La pandemia y el riesgo de una crisis alimentaria recuerdan la importancia de volver al campo, no por actitud nostálgica sino porque la solución del problema requiere que la agricultura sea comprendida por la sociedad como una actividad imprescindible que debemos proteger y apoyar.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM