Por Héctor J. Villarreal Ordóñez1
A casi dos semanas de la elección del 6 de junio, la más grande de la historia, se van perfilando algunas de sus secuelas en la agenda y la vida pública. Como hechos de comunicación política, el periodo de campañas electorales, la jornada misma y la conversación posterior a los comicios dejan algunos registros en nuestro entorno social.
En primer lugar, el debate en México se muestra fuertemente definido por un relato, el relato -que se pretende épico- de Andrés Manuel López Obrador. El presidente consiguió su propósito, casi su obsesión, de ser referente central de la conversación y punto de quiebre del dilema y la decisión de voto de muchos mexicanos.
Los candidatos de su partido a la Cámara de Diputados o a cargos de elección en estados y municipios tuvieron nada o muy poca tarea en cuanto a elaborar narrativas propias. Su promesa básica, o única, fue la de llevar, a donde quiera que estuvieran, la autodenominada cuarta transformación, cuya definición por cierto es hoy tan volátil como el estado de ánimo del presidente de México durante sus soliloquios mañaneros.
El relato presidencial es una poderosa herramienta comunicativa que entre sus notables capacidades tiene la de convertir cualquier elemento de información en inquebrantable pieza de propaganda.
La narrativa de López Obrador no informa, sino que envuelve, adormece y distrae. Apela a las emociones con tal eficacia que desplaza o hace lo que le viene en gana con las preguntas que los saltimbanquis a su alrededor le lanzan o las de algún periodista que se le llega a colar.
El presidente usa su peculiar mitología, hecha de los héroes y demonios que rondan sus pensamientos, para mentir y hacer como que nadie se ha dado cuenta. Con su eficaz discurso, simplificado y maniqueo, el jefe de un gobierno que se sintetiza día con día en un programa de televisión matutino, emitido desde el palacio nacional, marcó la pauta principal de la disputa por los votos.
En segundo término, el proceso electoral evidenció la ausencia total de un contrarrelato. La integración multicolor de actores, estigmatizados muchos de ellos por su pasado, que se presentaron en spots en los tiempos oficiales de radio y televisión como “la oposición”, no pudo articular algo nuevo que decir.
La mezcla coyuntural -y sin esperanza de vida- de PAN, PRI y PRD se atrincheró en la solitaria consigna de “poner un alto a Morena”. Un alto, pensaron quizá miles de votantes, para marcarle el siga nuevamente a los de antes de Morena, con lo cual, se moría de inmediato el encanto y se inhibió todo indicio de pasión.
La oposición fue a una campaña únicamente a decir que no; fue a responder a la simplificación con otras simplicidades y a enfrentar a malos candidatos con personajes impresentables. Unos formaron una coalición que no pudo disolver sus mutuos agravios, pero sí algo de sus identidades y otros contendieron por su cuenta, buscando un sitio desde el cual pudieran negar el hecho de que vienen del mismo lugar.
La imposibilidad de los opositores para generar una oferta alternativa dejó una cicatriz en el debate electoral de 2021 que preocupa, porque no hay a la vista indicios de que pueda aliviarse.
Los resultados en la Ciudad de México fueron desde la misma noche del 6 de junio ansiosamente recogidos por la “alianza opositora” como un frágil argumento para cantar un “gran” triunfo, pero al mismo tiempo, han sido usados por López Obrador para exhibir -o simular- un enojo y con ello exacerbar en su discurso el elemento de ataque, de agravio y de rencor que nutre y justifica su anhelado diseño de una sociedad partida en dos.
Uno de los principales retos, para quienes tengan aprecio por una convivencia democrática, pasada la jornada electoral, es precisamente desmontar la idea de que la capital del país es una metáfora de una nación rota, formada por pro-amlos y anti-amlos, por ricos y pobres o por esas estúpidas y deformadas categorías, funcionales al discurso oficial, de conservadores, neoliberales o transformadores.
Apenas han pasado dos semanas desde la elección, pero cabe advertir el riesgo de que uno de los efectos de ese 6 de junio sea un mayor empobrecimiento de la conversación entre los mexicanos, necesaria para la construcción de un futuro común. Peor aún, cuando el deterioro de ese diálogo social podría consistir, por estrategia o por ineptitud, en una pérdida cada vez más definitiva del contacto con la realidad y de la noción de verdad.
25 de junio de 2021.
1 Experto en el desarrollo de estrategias de comunicación.
Departamento de Difusión del IIS-UNAM