En este artículo, a partir de tres entradas, continúo exponiendo algunas reflexiones extraídas de los diarios de campo, diarios que muchas veces son sometidos al ostracismo de las publicaciones científicas pero que sin duda son el lugar desde donde se yerguen los más importantes análisis y conceptualizaciones que acompañan el trabajo empírico del investigador. El primer relato aborda la cuestión de la ética a partir de un episodio de plagio hallado hace un par de años; el segundo relato es una reflexión sobre la estética de la investigación sugerida después de una entrevista realizada en Colombia; el tercer y último momento recoge los dos relatos anteriores para proponer por una herética de la ciencia en el sentido de establecer una ruptura con la normalidad sin caer en transgresiones a la normatividad.
La satisfacción de terminar una ardua jornada de lectura y revisión bibliográfica se conjuga con el sinsabor de haberme encontrado de frente con un evidente plagio por parte de un investigador europeo; investigador lejano pero no del todo desconocido en los rumbos en los cuales transito académicamente. El desconcierto es profundo, la rabia es mayor y la impotencia apabullante. ¿Qué puedo hacer yo desde mi posición de iniciado? Y ahora esa incertidumbre me lleva hacia un dilema personal: ¿es ético que me calle ante un caso que evidentemente rompe con la misma ética científica?
El fastidio por el aciago hallazgo, sin embargo, me da pie para reflexionar sobre las condiciones extremas en las cuales muchos investigadores ejercen sus labores cotidianas. Los tiempos laborales se extienden mientras que, al mismo tiempo, las tareas se hacen más abultadas; las trayectorias se cierran sobre limitados horizontes; hay una constante presión derivada de la aceleración del mundo académico para obtener reconocimiento. Pero todo lo anterior hace parte de las condiciones actuales bajo las cuales se acepta tácitamente ser un científico o científica. Entonces esas condiciones no pueden aprobarse como detonadoras del fraude académico. De ser así todos seríamos plagiadores.
Leer, plagiar, hombre, mujer. No se trata aquí de una comedia como la película a la que hago alusión, sino más bien de una tragedia que pareciera que se niega a desaparecer. La voluntad de plagio sigue abrazando, aquí y acullá, subrepticia y fatídicamente las brasas de los fogones donde se cocinan las líneas que algún día serán publicaciones científicas (libros, artículos, capítulos de libro, etc.).
Solo una formación ética resuelve el problema del plagio, pero eso no viene en ningún manual de metodología, simplemente es una postura ante la vida. Podrán confeccionar mil tipos de software para detectar el robo de ideas, pero nunca será suficiente una tecnología para moldear la conciencia ética de los investigadores. El plagio es mediocridad del pensamiento, enajenación de las propias ideas y subvaloración de la potencia creativa.
No hay ética allí, por supuesto; pero ¿cómo encuadrar dicha afrenta como parte de las prácticas científicas de algunos investigadores? Y, en este caso que me agobia, ¿qué hacer? ¿Qué hacer con el autor europeo que ha plagiado?, ¿alguien más se dará cuenta de tal ignominia?, ¿lo denunciará públicamente? Por ahora solo puedo limitarme al desahogo a través de estas palabras que quedarán atrapadas para siempre en estas páginas; lo demás, como decía Nietzsche, será silencio…
Termino la entrevista con un investigador en Colombia y la inquietud ya ha sido inoculada en mi pensamiento: ¿debe realizarse la actividad científica desde una actitud rígida, ultra solemne y cuasi sacerdotal para ser asimilada como legítima? Más aún, ¿el acto de escribir –como acto científico emanado de la subjetividad– debe acudir asépticamente a la negación de la metáfora, al silencio de las emociones?
Aquí recuerdo que en una ocasión, no hace mucho, alguien se refrió a un texto mío como “barroco”, descalificándolo por no alinearse con los cánones que gustan imponer, sobre todo, en las revistas científicas y en el anclado cientificismo de muchas aulas universitarias e institutos de investigación.
Pero después de aquella querella informal me arrogué el derecho de pensar y destacar que ser barroco en la escritura hace parte de un estilo de investigación que propugna por una estética de la multiplicidad en la ciencia. Dicha estética asume la ciencia no como un proceso lineal y monodisciplinario sino, al contrario, como una compleja experiencia vital e indisciplinada. La estética de la multiplicidad en la investigación es tomar riesgos para crear; es ir más allá de la imitación para innovar. Desde la red conceptual hasta la escritura –pasando por la apuesta metodológica– la investigación como práctica vital debería ser en todo caso un constante riesgo; y con ello construir desde la liminalidad del pensamiento, investigar (pensar y escribir) desde otros cismas, construir bifurcaciones.
Creer que la investigación, y en general la ciencia, deben ser edificadas bajo una estética arrogantemente cuadrada es reproducir un pensamiento abnegado y simplista. La riqueza y belleza epistemológica no se halla en la cantidad de citas utilizadas, sino en la creación de nuevas formas de problematizar y en la fluidez al exponerlas.
Siempre me gusta parafrasear a Gabriel Tarde diciendo que sin multiplicidad la ciencia es lamentable. Creo que en eso debe consistir todo proceso de investigación: hacer de la ciencia una multiplicidad. Y de allí surgen dos preguntas orientadoras para mis presentes y futuras indagaciones: ¿desarrollan los científicos una estética afín a la multiplicidad, o más bien siguen programas canónico-lineales?, ¿importa a los investigadores construir algún tipo de estética epistemológica para hacer ciencia?
Los dos relatos y reconstrucciones precedentes me guían hacia una posterior reflexión acerca de la posibilidad de constituir una práctica herética en la investigación científica. Se trata de establecer puntos de quiebre con la rigidez canónica derivada de sendos manuales de metodología; también interpelar, en lo que se refiere a las publicaciones o textos científicos (tesis y artículos, principalmente), la naturalización del modelo introducción-problema-marco teórico-metodología-resultados-conclusión pues este modelo ha dejado sin espacio a la reflexividad y las ideas al margen, tan importantes en todo proceso de construcción de conocimientos como los marcos teóricos y las metodologías.
La herética, en ese sentido, tendría que ser disruptiva pero nunca por fuera de la ética; con una estética mucho más allá de la rigidez pero nunca carente de rigurosidad científica. Debe ser claro que ética, estética y herética no se contradicen, pueden llegar a ser un potente tridente en la investigación científica. No hay modelos preestablecidos para ello porque todo hace parte de la cotidianidad de cada científico o científica: la ética es una actitud individual ante la vida; la estética es un constante devenir entre el pensamiento, la acción y la escritura; y la herética solo puede ser posible bajo la recombinación de ciertas condiciones (subjetivas, institucionales, políticas).
Entonces el reto es arriesgar nuevos enfoques, salirse de los moldes clásicos, no para crear nuevos sino para abrir otras posibilidades de hacer ciencia. Acudir a los maestros, sí, pero para desbordarlos con respeto y sin altivez. Hacer de la labor científica no una competencia a ultranza sino una coproducción de múltiples senderos para que otros se sumerjan en ellos y, a su vez, creen los suyos propios.
Todo suena muy bien, pero ¿es eso posible con las actuales políticas de ciencia y tecnología?, ¿es deseable un cambio desde allí?, ¿tenemos siquiera la posibilidad de plantearlo?, ¿estamos dispuestos a generarlo? La inflexión es ardua dada la tradición en la cual los científicos han sido moldeados, pero es inexorable generar esa inquietud no solo para abrir las ciencias (en general), como decía Wallerstein, sino también para acercarlas a la búsqueda de soluciones a los problemas sociales más allá del ominoso publicar o perecer. Vamos a ver.
Becario Posdoctoral del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.