Por María Luisa Rodríguez Sala y Verónica Ramírez Ortega
La población novohispana se vio asolada por numerosas epidemias y pandemias, propiamente todas fueron identificadas, salvo la de 1813 que se extendió por diversos territorios con numerosas víctimas. Tuvo su origen en el “Sitio de Cuautla” (febrero a mayo de 1812), del ejército realista a los insurgentes. Dicho estado provocó una situación de total falta de higiene y de hambre y sed generalizadas que debilitaron las defensas de los individuos. Con ello se dio paso al desarrollo de un malestar que se manifestó con síntomas de “calofrío, dolor gravativo de cabeza, espalda y piernas, amargura en la lengua, muchas veces vasca y vómitos viliosos (sic) y un sudor espontáneo”.1
Al romperse el cerco y dispersarse los insurgentes y la población llevaron consigo el contagio a diferentes lugares del virreinato, todos ellos afectados por la pobreza e insalubridad propias de la lucha armada.
En la ciudad de México las primeras manifestaciones de la enfermedad se presentaron durante el inicio de 1813 con la llegada de individuos que provenían de la región de Puebla. Para el mes de marzo los casos aumentaron de manera preocupante y se inició la crisis que se mantuvo hasta septiembre. En sus inicios los médicos de la ciudad de México consideraron que los casos de fiebre no eran graves ni contagiosos y que respondían a una de las habituales fiebres estacionales. Al aumentar el número de enfermos y fallecidos cambiaron de opinión y manifestaron que el malestar podía responder al paludismo, la fiebre amarilla, el tabardillo, el tifo o las fiebres pestilentes y que su probable origen se debía a los miasmas que exhalaban los lugares insalubres de la ciudad. La diversidad de síntomas, impidieron a los facultativos definirla o atribuirla a las epidemias conocidas, por lo que la llamaron “fiebres populares” dado que la población mayormente afectada, fue la más pobre.
Para atender el creciente número de enfermos, en abril el Ayuntamiento citadino designó una comisión ciudadana para que, acompañada de dos facultativos, visitase a los enfermos con objeto de conocer la gravedad de su estado y, principalmente, determinar si el mal era contagioso.2 Simultáneamente, solicitó al conocido doctor Luis José Montaña presentara un proyecto con medidas para controlar la enfermedad y preservar la salud pública.3 Para esos momentos Montaña era, tal vez, el médico más destacado de la ciudad, era facultativo en sus dos hospitales centrales, el Real de Naturales y el General de San Andrés y maestro de medicina en sus diferentes ramas, enseñanza que impartió en el Jardín Botánico y en el Real Colegio de Minería. No corresponde aquí destacar esta figura, sino su notable actuación frente a la epidemia.4
Montaña tenían un conocimiento previo de esas “fiebres misteriosas”, las había observado en Puebla en noviembre anterior y conocía las medidas usadas para atenderlas.5 Con esta experiencia rindió su primer informe al Ayuntamiento. Opinó, igual que sus colegas que habían reconocido a los enfermos, que se trataba de alguna de las muchas “invasiones periódicas” que afectaban al territorio, si bien, poco después se decantó por considerar al malestar como matlazahuatl. Reconoció que la situación podría empeorar con la próxima época de lluvias y que a ella se aunaba la complicada situación social y económica que afectaba a los residentes de la ciudad.6
Para ayudar a detener el avance de la enfermedad Montaña consideró oportuno conformar una sociedad de caridad que socorriese a los grupos más necesitados.7 Se les brindaría atención médica, tratamiento y alimentos, todo con cargo al erario del gobierno de la ciudad.8 También propuso limitar la circulación de mercancías y personas, incrementar la limpieza de la ciudad y de la población, restringir el trato con los enfermos y cuidar el manejo de los cadáveres. Estas medidas se aplicaron hacia fines de abril y para entonces la ciudad ya estaba organizada en cuarteles mayores y menores con sus respectivos alcaldes encargados del control de los enfermos.
Montaña coordinó, para atender a los enfermos, a un grupo de 32 facultativos, quienes dispusieron de una amplia libertad para aplicar los tratamientos dentro de las directrices por él impuestas. Se establecieron 6 lazaretos para enfrentar la insuficiencia hospitalaria, se asignaron las boticas que surtirían los medicamentos y se establecieron cocinas comunales. Consciente Montaña de los esfuerzos de los médicos pidió al Ayuntamiento que el sueldo asignado de cuatro pesos, se incrementará a seis.9
Dos preocupaciones centrales de Montaña para atacar y mitigar las fiebres fueron: una correcta y sustanciosa alimentación a base de surtidos elementos (carnes, granos, legumbres, tortillas) que se debería proporcionar a los epidemiados, sus cuidadores y a los convalecientes. La segunda ejercer un duro control de los excesos por parte de algunos médicos y oportunistas en los tratamientos, específicamente se prohibió el uso de sangrías.10
Las “fiebres misteriosas” fueron estudiadas por los médicos involucrados y a ellos debemos dos obras: “Avisos importantes sobre el Matlazahuatl, o calentura epidémica manchada”(1817) de Montaña y “Descripción de la epidemia del día y medios de librarse de ella y sus recaídas” de Bernardo Moreno de Guzmán. Realmente aportativo fue solo el primero, resultado de una larga reflexión y revisión de las notas que tomó en el seguimiento clínico; señaló que las fiebres no se transmitían de una persona a otra o por medio de objetos. En cuanto a las causas, consideró que fueron universales, ocultas e indomables, pero que la constitución de los sujetos, que tenían “sus órganos y humores viciados”, y las condiciones ambientales habían favorecido los graves estragos demográficos que se manifestaron, durante los cuatro meses de su duración, en 17 mil fallecidos en la ciudad de México.
En su momento los facultativos no llegaron a un acuerdo sobre la naturaleza de la epidemia y años después los médicos mexicanos la relacionaron con el tifo o tabardillo, opinión que ha permanecido al considerar aquellas “fiebres” como un tifo combinado con otras enfermedades, especialmente la tifoidea.
Esperamos que las medidas actuales ante una pandemia perfectamente identificada, contribuyan a un número de víctimas mucho menos grave, pero, sobre todo, conocer que nuestra sociedad ha padecido crisis similares, la presentada es solo un ejemplo, y que las ha superado con beneficios científicos y humanitarios indiscutibles.
1 Celia Maldonado, Ciudad de México, 1800-1860: epidemias y población, 1995, p. 33
2 AHCM, Actas de cabildo, vol. 182 A, fol. 75v., 21 de abril de 1813
3 AHCM, Actas de cabildo, vol. 182 A, fol. 86., 24 de abril de 1813
4 Sobre Montaña véase: María Luisa Rodríguez-Sala y colaboradores, “Los médicos en la Nueva España ilustrada y primeros años del México independiente (1810-1833). Roles y Redes sociales”, vol. 8 de la Serie “Los Médicos en la Nueva España”, Instituto de Investigaciones Sociales, Academia Mexicana de Cirugía y Patronato del Hospital de Jesús, México, 2018.
5 José J. Izquierdo, Montaña y los orígenes del movimiento social y científico en México, p. 276
6 América Molina del Villar, “Epidemias en la Nueva España: el matlazahuatl de 1737-1738 y la insalubridad del siglo XVIII”, en Diccionario temático CIESAS: http://www.ciesas.edu.mx/Publicaciones/diccionario/Diccionario%20CIESAS/TEMAS%20PDF/Molina%2081e.pdf (Consultado el 1 de octubre de 2014)
7 José J. Izquierdo, op.cit., pp. 276, 280-281, 283
8 AHCM, Actas de cabildo, vol. 182 A, fol. 86v., 24 de abril de 1813
9 AHCM, Ayuntamiento, Policía: salubridad, epidemias en general, vol. 3674, exp. 10, fols. 15, 17 y exp. 12, fol. 291 y exp. 13.
10 José J. Izquierdo, op.cit., pp. 276, 280-281, 283 y 290.
Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM