Publicado el 20 de noviembre de 2022 en 88 grados
Cada marzo, la vida intenta asediarme, arrebatarme el entusiasmo. Afuera, tanta gente y autos con prisa, unos encima de otros; yo los observo desde la ventana de El Olvidado, un café en las orillas de Coyoacán. Llevo más de una hora aquí sentado, con los ojos entornados de espanto, sopesando la pluma en mi mano. ¿Venganza?, ¿denuncia?, ¿declaración pública?, ¿confesión de esos hechos que me lastimarán eternamente? ¿Cómo hacer inteligible al horror con letras? Escribo.
Sábado por la mañana del año 2017. Cathia, mi esposa, Canela, mi hija mayor, y yo vamos a la habitación de Anahí, la despertamos entre abrazos y risas, hoy es su cumpleaños, recién diez añitos. Es un día tan feliz, para mí no hay algo más en la tierra que quisiera tener.
Después del desayuno, llega una tropa de niñas al departamento —son sus amiguitas del colegio— y salimos rumbo a la casa de campo en Morelos en dos coches. ¡Será la pijamada más grande que hayamos organizado! Todas van emocionadas, Cathia y Canela también, a mí me preocupa la magnitud de la responsabilidad, pero me contagian sus risas.
Llegamos a la casa y nos damos cuenta de que la conexión a internet no funciona. Uno de los dos, Cathia o yo, tendrá que ir a la carretera para conseguir señal y mandar un mensaje de WhatsApp al grupo de los papás para informarles que ya llegamos y que todas las niñas están bien —cuando falla la conexión local nos desplazamos hasta la carretera para encontrar señal, siempre lo hemos resuelto así—. Decidimos que iré yo para que Cathia pueda atender a las pequeñas, ella tiene más experiencia y carácter. Además de mandar el mensaje a los papás, aprovecharé para reportar el problema del internet a la empresa telefónica; Cathia le toma una foto al número del módem y me da su celular, me dice que será más práctico hacer el reporte si en un celular tengo los datos y en el otro realizo la llamada. No me gusta la idea porque implica llevarme un celular ajeno y ella podría necesitarlo, pero accedo.
Salgo hacia a la carretera. Intento estacionarme en una calle estrecha. Apago el motor del auto, la ventana está abierta, comienzo a escribir el mensaje en el celular, aprieto el botón de enviar, levanto la mirada y, a través del espejo, alcanzo a ver que se acerca un hombre —parece alguien marginal, pienso que me pedirá dinero— vuelvo la mirada a la pantalla del teléfono. Segundos después, “¡bájate, hijo de la chingada!”, una pistola apuntando a mi cabeza, por un instante cierro los ojos, luego otro tipo se mete al coche por la puerta del lado derecho y con otra pistola me golpea en el estómago, “¡ya valiste madre, cabrón!”
Me bajan del auto con las manos arriba, empiezan a revisarme, me quitan los celulares. “Tranquilos, llévense el auto, el celular, llévense todo”, les digo. “¡Cállate pendejo!”, me quitan la camisa con tanta fuerza que la rompen. Me meten a empujones al auto, uno se queda conmigo en el asiento trasero, “¡calladito, hijo de tu puta madre!”, me jala la cabeza, me arrebata los lentes, me tapa los ojos con mi camisa. “¡Apúrate güey, no chingues!”, “¡Voy, voy güey, esta chingadera no enciende!”, el otro arranca el auto, escucho que caen mis lentes en la carretera, rechinan las llantas, acelera.
“¡Agáchate, pendejo!”, me avienta la cabeza hasta abajo del asiento y la aprieta con su zapato torciendo mi oreja. “¿De dónde eres, cabrón?, ¿qué estabas haciendo?”, “ven…go de la Ciudad de México, soy profesor en la universidad y solo estaba escribiendo un WhatsApp”. “¿Ya me reconoces, pendejo?, ¡vas a reconocerme, vas a acordarte de mí, hijo de la chingada!”, “es éste, ¿no?”, le pregunta a su compañero y él afirma.
Vamos avanzando por terracería. Me quitan los zapatos y los calcetines. Me atan con prisa y torpeza, como atando a un animal rumbo al matadero. Me amarran las manos y los pies con las agujetas y me tapan la boca con uno de mis calcetines. “¡Que te agaches, pendejo de mierda!”, restriegan mi cara al piso, van mis manos atadas, mis ojos vendados y siento que mi calcetín me ahoga… ¿Qué está pasando?, ¿cómo he llegado aquí?, estoy asustado, ¿de qué se trata?, tengo miedo, ¿cómo van a encontrarme?, ¿qué va a pasar conmigo?, ¿hasta dónde van a llegar? Me arde la oreja por la presión de su zapato, tengo la muñeca doblada, intento acomodarla… “¿Qué haces, pendejo?”, tartamudeando respondo, recibo dos golpes en las costillas. ¿Es un secuestro exprés?, ¿me llevarán a todos los cajeros para vaciar mis cuentas?, ¿pedirán rescate?, ¿me tendrán recluido en una casa de seguridad?, ¿se equivocaron de persona o son matones que, sin contemplaciones, me pegarán un tiro en la cabeza y me dejarán botado en un basurero?, ¿quieren sólo el coche?, ¿qué quieren? ¡Que acabe todo esto, carajo!
Detienen el auto, apagan el motor, con jaloneos me sacan del carro, me tiran al suelo como un bulto; con manos y pies atados, caigo de costado, sin camisa, descalzo y tragándome el calcetín. Discuten entre ellos, yo sigo en el suelo, escucho mi respiración ahogada. “¡A ver cabrón, voltéate!”, me muevo apenas, me patean. “¡Pendejo de mierda!”, me voltean boca arriba, me levantan, tambaleo, me desatan las manos, me destapan los ojos —veo que estamos en medio del bosque—, me quitan el calcetín de la boca y empiezo a toser, quiero escupir, quiero respirar, quisiera gritar. Ponen los celulares frente a mí, me piden que desbloquee todas las cuentas. Intento hacerlo en el mío, pero no tengo conexión a internet porque estamos en el bosque, les explico que no puedo desbloquearlo a falta de conexión. “¿Cómo que no se puede, pendejo?, ¡desbloquéalo si no quieres que te lleve la chingada!” Recibo puñetazos en la cabeza y en el pecho, me mareo. Con el otro celular pasa lo mismo, además les digo que es de mi esposa y que no sé las contraseñas, se desesperan. “¡No te pases de listo, hijo de tu puta madre!”, “¡chingadera!”, “¿cuánto dinero tienes en las tarjetas, cabrón?”, les respondo una cantidad no escandalosa, pero tampoco despreciable. Me pasan un papel y una pluma, me piden que les anote las claves de las tarjetas y del celular. Toman el papel con las claves, los celulares, pienso que por fin me dejarán en paz; uno me da una patada en los tobillos, arde, me desvanezco, caigo de rodillas, y el otro me jala del cabello, me golpea la cara. “¡Pendejo de mierda!”, me dice y siento las gotas de su saliva en mi frente.
Parece que comienzo a morir, sudo, lloro en mis adentros, pienso en la policía de este pinche país, siento rabia, me estremezco. Uno se acerca a mí y siento en mi cuello el helado filo de lo que parecía ser una navaja, vuelven a vendarme los ojos con mi camisa, a atarme las manos atrás con las agujetas, me amarran los pies con un pañuelo oscuro que Cathia usaba para adornar su cuello y vuelven a rellenarme la boca con mi calcetín. Se aseguran de dejarme tirado y se toman la molestia de tapar mi cuerpo con una cobija de ositos que esa mañana Anahí había dejado en el auto. Tirado como un papel aplastado, soy el símbolo de su triunfo. Escucho cómo el auto se aleja.
La vida me dice adiós, resisto, intento seguir respirando, me quedo quieto envuelto en la cobija de ositos que me extrae del mundo, pero no cierro los ojos porque si lo hago dudo que vuelva a abrirlos, escucho mi corazón agitado, mi respiración amontonada, siento cómo rozan las piedritas del suelo en mi espalda. ¿Habrá alguien más aquí?, ¿volverán por mí?, ¿dónde estoy?, no sé si estoy en el jardín de la casa de seguridad de un narcotraficante, en un basural o en un cementerio clandestino. Trato de incorporarme, se cae la cobija, empiezo a desatarme todo; con la lengua empujo el calcetín de mi boca, sale y quiero acabarme el aire, luego bajo la venda con los labios, me arrastro de espaldas y llego hasta un árbol —que es lo único que no me parece peligroso—. Empiezo a raspar hasta romper las agujetas con las que me ataron las manos y logro zafarme. Rápido intento desatarme los pies, me cuesta porque estoy nervioso, tengo que romper el pañuelo, me apuro. Veo con mucha dificultad, busco mis zapatos, no están, trato de ponerme la camisa deshilachada, no me cubre nada, empiezo a correr sin dirección, no sé dónde estoy, en un cerro, estoy donde los árboles son el desierto y debo escapar lo antes posible… Corro sin mirar, pienso sin pensar, no es más que el instinto de sobrevivir como sea, mi respiración me confunde, comienzo a sudar, todavía siento que el calcetín me ahoga y ya no lo tengo en la boca, corro, no dejo de correr.
Me detengo. En mi cabeza escucho voces contradictorias, ¿por aquí o por allá?, no, mejor por acá. No ha pasado mucho tiempo, así que no estoy lejos de casa. Miro para todos lados tratando de identificar uno de los cuatro puntos cardinales. Por el norte, no tiene sentido porque me voy a cansar más y no sé a dónde llegaría; por el oeste, solo las montañas; por el este, más montañas y probablemente perros bravos y hambrientos; si voy hacia abajo, me desplazaré con mayor rapidez y seguro que, en algún momento, llegaré a Cuernavaca o a alguna población del sur. No sé cuánto tiempo tardarán los matones en volver, pero si lo hacen y me encuentran huyendo se enfurecerán y me matarán por la espalda, y después arrojarán mi cuerpo a un río, a un basurero o lo desaparecerán en ácido.
¿Cuánto tardarían en encontrar mi cuerpo?, ¿cómo lo encontrarían?, ¿solo mis dientes o seré ceniza?, ¿me reconocerían? A veces los cadáveres aparecen con la cara destrozada; tantos muertitos carcomidos, mordisqueados por los perros, sin un ojo, con medio brazo o con el rostro escarbado; tantos cuerpos quemados, acuchillados, despellejados, desaparecidos, que se los traga la tierra; tantos cuerpos vueltos nada. Me asusto más, siento escalofríos. No puedo quedarme paralizado ahí y temblando. “Todavía no la salvas, Hugo José”, me repito. Tengo que salir de aquí y lo mejor es tomar una ruta por la que no entren vehículos, sendas para animales, de atajos, algún camino por el cual no puedan perseguirme. Tengo que esconderme, tengo que huir.
Rápido empiezo a bajar el cerro. Estoy descalzo —yo, que no ando descalzo ni en el piso de madera de mi departamento, y ahora piso los hormigueros con placer, son arena fina—. Atravieso un basural —es agradable apretar los restos de fruta podrida— un olor fétido, alto grado de descomposición, un zapato viejo que huele a orina y moscas que lo merodean. Cruzo un puente sobre una cañada, podría ahogarme de una vez y dejar de sentir miedo. Llego frente a un alambre de púas, cruzo por el medio. ¿Estaré pasando a la finca de un narcotraficante?, ¿habrá gente cerca? Escucho ruido de coches, me tiemblan las piernas… ¿serán los matones o alguien que podría ayudarme? Pasa un helicóptero, desesperado le hago una seña, intento brincar y alzar las manos, es inútil, con todos los árboles, no pueden verme, ¿esos son zopilotes sobrevolando, anunciando mi desenlace próximo?, no, es una visión, son solo pájaros negros.
Sigo bajando —esta mañana sentía un fuerte dolor en el tendón, casi estaba cojeando, ahora, ¿qué importa? — no veo bien, intento guiarme por ruidos, tropiezo, caigo, me levanto, sigo sin reposo, caminando anhelante, pero con pasos cada vez más débiles, sólo siento un escalofrío mortal que me adormece el cuerpo.
A lo lejos parece que está la carretera, veo casas de madera desgastadas y con techos oxidados, son construcciones abandonadas y a punto de desaparecer, pero también son una esperanza. Llego a una barda caída, me trepo, sin zapatos es complicado, pero no me lastimo. Hallo una casa y a tres niños, me acerco, pero a prudente distancia —pueden asustarse— les pregunto si está su mamá o su papá, los niños no me dicen nada —creo que más que miedo, les doy lástima—. Sale la mamá —verme ha de ser un espectáculo, estoy sucio, golpeado, ensangrentado, asustado, nervioso, con la camisa desgarrada, sin zapatos, con los pies llenos de heridas—, trato de explicarle que acaban de asaltarme, le ruego a la señora que no se asuste, que por favor me ayude, que solo quiero llegar a la carretera. La señora les pide a los niños que sigan jugando adentro de la casa y me ofrece sentarme en una silla que tiene a la mano, me da un vaso con agua y me dice que en un rato vendrá su marido. Espero, pero me invade la paranoia, ella podría estar en complicidad con una casa de seguridad, decido mejor irme, me cuesta confiar, le pido que me indique hacia dónde está la carretera, le pregunto si queda muy lejos y me responde que sí, que mejor me espere a que llegue su marido. Espero unos minutos, estoy muy nervioso… Tal vez los matones todavía pueden volver por mí.
Llega su marido —un señor con sombrero, pantalón de mezclilla y camisa sencilla, está acompañado por un perro que empieza a ladrarme con agresividad, me hace sentir un pordiosero, alguien peligroso—, el señor intenta calmarlo y yo empiezo a relatarle lo que me pasó, me cree y me cuenta que, hace tiempo, llegó otra persona igual que yo, pero acuchillado, desangrándose, y tuvo que llamar a una ambulancia para que no se muriera ahí en su casa. “Desde entonces ando siempre armado; mi patrón es de la Policía Federal, me dio una pistola y me dijo que, si veía algo raro, disparara. Por suerte, a usted lo vi malherido, si no le hubiera disparado”.
Le pido al señor que me lleve a donde pueda, a la carretera o a algún pueblo. Él accede a sacarme de ahí, pero me dice que su auto no tiene la gasolina suficiente, que solo podrá acercarme a la carretera, yo le digo gracias diez veces.
El señor me deja en el barrio más cercano, frente a un sitio de taxis. Veo a un taxista que leía una revista, no parecía muy interesado en lo que ocurría fuera de su auto, pero cuando me ve, se asusta y se pone a la defensiva. Trato de explicarle, le pregunto cuánto me cobraría hasta el parque que está cerca de mi casa y si puedo pagarle al llegar. Antes de subirme al taxi, me despido del señor dándole las gracias efusivamente, pero a prisa. Ya en camino, le cuento mi historia al taxista y me comenta que a él también lo atracaron —no sé si me alivia o me angustia más saberlo—. Seguimos el camino y pasamos por el mismo lugar donde, apenas unas horas antes, yo estaba mandando el mensaje a los padres de las amiguitas de mi hija.
Poco antes de llegar a mi casa, veo a Justino —el jardinero— relajado va caminando por la calle, cuando lo veo siento que estoy viendo a alguien de mi familia. “¡Hey, Justino, Justino!, por favor sube al taxi y acompáñame a la casa…”, él se sorprende, pero sube al auto. Llegamos a casa, toco el timbre, sale Cathia y le digo que no se asuste, le cuento rápido lo sucedido y le pido que me traiga ropa limpia y un balde de agua para lavarme que pueda entrar sin impresionar a las niñas que están en fiesta. Cathia sale espantada, me mira con los ojos llenos de lágrimas, pero se contiene, me abraza, yo me aferro a ella, siento alivio, pero sigo sintiendo sobre la espalda la amenaza de la navaja, de la pistola en la cabeza, y esa sensación de que vienen tras de mí para matarme.
Entramos rápido y directamente a mi cuarto intentando que las niñas no me vean, pero una sí alcanza a verme y me señala con el dedo gritando: “¡ya llegó el papá de Anahí!” Logro encerrarme y ellas retoman su juego. Empezamos a pensar qué hacer mientras me pongo mi ropa habitual, no sabemos si abortar la fiesta, quedarnos ahí o irnos. Lo primero es ir donde el vecino, pedirle prestado su teléfono y hacer todas las llamadas respectivas.
Tengo que treparme por la escalera que da al muro de su casa, mi vecino está jugando pelota con su hijo, le pido ayuda, se asusta al ver que tengo golpes en la cara y que me estoy saltando su barda. La chimenea de su sala arde, es acogedora, me siento en su sillón y me parece más cómodo que nunca, me da un vaso con agua y empiezo a hacer todas las llamadas necesarias para el bloqueo de las tarjetas, las cuentas, el seguro, etcétera. También llamo a Raúl —el padre de una de las niñas— y me dice que viene enseguida, resolvemos que lo mejor es no asustar a los padres de familia, pero que tenemos que volver con las niñas a Ciudad de México -y tenemos un coche menos-.
Me voy de la casa del vecino —intento trepar por el muro otra vez, como acabo de hacerlo hace unos minutos— pero la presión en las costillas no me lo permite, empieza a dolerme todo el cuerpo. Llego caminando hasta la puerta de mi casa, entro y es la hora del pastel, todas le cantan las mañanitas a Anahí y yo contengo las ganas de llorar, me voy a mi cuarto, ahí Cathia me había dejado hielo y un poco de su maquillaje para ocultar los golpes en la cara. Al poco tiempo todo está recogido y las niñas desanimadas por tener que volver a la Ciudad, todas preguntan por qué no está el otro coche, Anahí me pregunta si lo robaron y le respondo que sí, pero que no es tan grave. En el camino, Anahí va triste, llora un poco, pero al final ella y todas las niñas se quedan dormidas. Llegamos a la ciudad, Cathia invita a las niñas a que retomen el entusiasmo de la pijamada en casa y yo, acompañado de Raúl, salgo hacia el hospital más cercano.
Me revisan los signos vitales, tengo dolor por todos lados. Me toman varias radiografías, el ortopedista me identifica dos costilla rotas, y más golpes —los labios rotos, los ojos morados, hematomas en las piernas, los pies lastimados y ensangrentados—.Vienen los medicamentos para bajar la inflamación y el dolor; antes de inyectarme, la enfermera me advierte que dolerá un poco, la aguja suelta ese líquido que entra en mi cuerpo y parece una caricia después de todo lo que hoy me dolió estar vivo. Una faja por dos meses y quince días con pastillas, tendré que dormir semisentado. Hablo con Pati, mi hermana que vive en Bolivia, se asusta, se indigna más, es media noche en México, en La Paz dos horas más. Vuelvo a casa, esta noche no podré dormir y las siguientes tampoco estoy seguro.
Al día siguiente, la montaña de trámites que hay que hacerlos en Morelos, donde tuvo lugar el atraco. Regresamos a Cuernavaca Cathia, Canela y yo, a Anahí la dejamos jugando con su amiguita en casa de Raúl. ¿Qué se hace en estos casos? La denuncia en el Ministerio Púbico, así esta pesadilla que viví será jurídicamente cierta, de lo contrario, no habrá documento oficial del terror y podría todo ser invento mío —ojalá fuese mi ficción—.
Ya en el Ministerio Público, camino por los pasillos repletos de injusticias, lamentos silenciados, víctimas y victimarios, cuerpos contusos, heridos, fracturados, vaciados, los olores de las oficinas se confunden con el olor a sangre vieja. Parece un túnel, México a oscuras. Hay un desorden infernal, abundan los gritos por la atención que tarda. Por donde yo acababa de pasar, dos con heridos de bala maldicen; un campesino se queja porque los narcos lo extorsionan y lo amenazan de muerte; una señora denuncia que su cuñado la golpea y muestra como evidencia la cabeza ensangrentada y el pecho amoratado; una pareja grita algo de un balazo en la pierna, otros gritan ¡ayúdeme por favor, ayúdeme!; una muchacha está temblando y llora en silencio, está sola; va llegando un muchacho con el ojo izquierdo hinchado, no puede abrirlo, cuenta que los asaltaron, a él y a su primo —al rato llega el primo arrastrándose, con la cara destrozada, la sangre desbordándole; y otras tantas personas que no supe qué carajo les ocurrió.
Estoy en la recepción y me dicen que me anote en un cuaderno viejo, me entero de que, lo que me pasó es, en términos burocráticos, “robo con violencia”, y que espere hasta pasar con la “licenciada” que toma mi declaración —casi dos horas y media después—. El proceso es el siguiente: todos debemos explicar nuestro problema a la señorita de la recepción, tenemos que hacerlo en voz alta, frente a todos los demás; después, ella evalúa la naturaleza de la demanda y decide si procede o no. Llega mi turno. Empiezo a contarle mi historia a la escribiente —una mujer que debía tener más de treinta años de amargura—, anota mis datos, varias personas hacen lo mismo: toman nota mientras escuchan a las víctimas, ellas guardan los más crudos relatos, convierten en documento realidades horribles, ¡vaya trabajo!, después todo eso se va a estanterías para alimentar a los ratones; carpetas de denuncias, de golpes, violaciones, sangre, archivos que pasan a la desmemoriada.
Luego me atiende un policía —un hombre obeso, con bigote abundante y que en su cara sobresalen las patillas largas y anchas— él atiende los casos de robos de coche, me calma, me dice que lo que me pasó responde al modus operandi de una banda de ladrones de autos, que no son narcos, ni tarjeteros y que tampoco se trata de un secuestro; que golpean para amedrentar, para marcar autoridad y para despojar de todo a la víctima, así ésta tarda en recuperarse y ellos tienen tiempo para ir a guardar el automóvil antes de cualquier denuncia. “¿Por qué tanta violencia?, hubieran podido hacer lo mismo sin maltratarme, sin vejarme y nos hubiéramos ahorrado tanto”, le comento ingenuamente, con una racionalidad fuera de lugar. Mi argumento es infantil, claro. El policía me dice que ya están tras ellos, que están tendiéndoles una trampa y que pronto van a caer —ese es el único aliento de justicia que recibo y sospecho que me he convertido en el típico caso que termina archivado, y una vida humana desechable, intercambiada por un coche—.
Por último, paso al cajero automático y corroboro que no sacaron el dinero de las cuentas, tenían las tarjetas y los números secretos, pero no tomaron ni un peso, no tuvieron tiempo y no es ese su negocio, era el maldito auto.
Tiempo después, comparto mi historia en distintos medios, hay reacciones diversas: desde aquellos comentarios en los que me comparten experiencias similares cercanas, de amigos o familiares, hasta los que me pasan el contacto de psicólogos o que me sugieren acudir a las flores de Bach. En la prensa aparecen datos que a cualquiera espantan —menos a los que vivimos en México—: el 2017 fue el año más violento en veintiún años; se estima que hay más de 31.100 homicidios al año, 85 por día, más de tres por hora, son cifras oficiales, ni hablar de las fosas comunes y clandestinas.
¿Qué pasó con Luis Espinal y su propia pasión, su secuestro y asesinato en aquel marzo de 1980 en La Paz?, no hubo forma de que él se quitara el calcetín de la boca y contara el horror; ¿y los 43 desaparecidos de Ayotzinapa en el 2014?, nadie sabe con precisión lo que pasó. Pienso en los descubrimientos interminables de fosas clandestinas, miles y miles de víctimas en este país que va en caída libre; el escenario de las balas, las navajas, los cuchillos, el laboratorio del terror; sus cifras de guerra: cuerpos ejecutados, descuartizados, diluidos en acido, cercenamiento de cabezas… Irrespirable, “México lindo y querido”, si me matan aquí, que digan que estoy dormido…
Estoy bien, pero cada día me cuesta más andar en la calle. A pesar de que ya no tengo el calcetín en la boca, pasan los días y la sensación de asfixia aumenta. ¿Cómo vivir después de esto? Siento rabia, encono, no se pierde el miedo, no disminuye el peligro. Siento que camino por una ciudad vacía, de población muerta, donde no llegará con ayuda nadie, y yo ando como perdido, con poca hambre, poco sueño, son las secuelas de lo irreversible.
Esa última tarde de marzo, a días del asalto, en El Olvidado escribí la primera parte de este texto. Luego vino mi autoexilio que me condujo a Francia. Ahora estoy en La Recyclerie, un café alternativo del norte de París. Sobre la mesa de este café ecológico veo mis muñecas y las marcas que dejaron las agujetas ya casi desaparecen, tengo que seguir, me repito. Mi afán de sentirme libre del horror y de encontrarle una explicación coherente a todo lo que pasó: esto no fue una broma macabra del destino, no es “estar en el momento y en el lugar inadecuado”, en cualquier lugar y en cualquier momento, cualquiera puede ser la presa y poco importa si en México perteneces a los que viven en una burbuja o a los que duermen en la intemperie. No todos vivimos para contarla —eso depende del capricho del agresor— y no todos pueden refugiarse en un café de París.
Ya en mi rostro hay testimonios del tiempo, pero parece que envejecí más. Fue el fin del mundo tal y como lo había conocido. Y ahora, ¿cómo salvar la vocación? Cuando estaba en el coche, con la cabeza abajo y su zapato me aplastaba al suelo, pensaba que, en cualquier momento, dejaría de pensar, que pasar por la muerte no duele —de hecho, no sentía dolor, pero sí una sensación muy vital de que estaba a punto de morirme, a un pasito, muy corto, rápido y sin planearlo, sin heroísmo, sin mística ni drama, sin “últimas palabras”, casi sin conciencia; tan humano, como algo que se hace en un día cualquiera—. Nada de lo material me importaba, quería darles todo, el dinero, el coche, lo que quisieran, pero que me dejaran libre, que se acabara el infierno.
Fue la caída de un hombre y de sus únicas certezas: la profesión, los escritos, la familia, los bienes, algún prestigio construido a lo largo de los años. Se cayó el frenesí por alcanzar objetivos que en otros momentos me parecían importantes. Se cayó mi país o me cayó encima, y nadie está a salvo de eso, estamos condenados a que nos maten sin que nadie por lo menos se conmueva. Días antes de huir de México, hablé con un colega, me preguntó si les había visto el rostro, no, respondí, mejor para no ahogarte en tus recuerdos, y concluyó que en esta historia hay que volver al viejo refrán: “si llega, que nos agarre confesados”.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM