Publicado en: Observatorio de la Democracia
La destitución de Dilma Rousseff como presidenta de Brasil, en septiembre de 2016, fue denunciada por muchos como un golpe de Estado. Otros han sugerido que se trató de la accidentada introducción en una democracia presidencial de un elemento que redujera sus desventajas frente a las democracias parlamentarias, si se quiere, de una modesta o limitada “parlamentarización” del presidencialismo brasileño. En los sistemas parlamentarios, como se sabe, cuando el jefe del gobierno pierde la confianza de una mayoría de los legisladores es posible designar a otro jefe de gobierno sin necesidad de convocar a elecciones. De esta forma, por profunda que sea una crisis de una coalición gobernante, la estabilidad del régimen democrático no se pone en riesgo.
La sentencia que recibió Eduardo Consentino da Cunha recientemente, a finales de marzo de 2017, pone en entredicho la tesis del golpe de Estado. Aunque él puede apelar la sentencia, Cunha ha sido sentenciado a 15 años de cárcel por haber participado en operaciones ligadas al esquema de corrupción ligado a la empresa petrolera Petrobras, denominado “operación Lava Jato”, en el que se ha visto implicada una enorme cantidad de políticos brasileños, y cuya trama se extiende por varios países latinoamericanos.
Siendo presidente de la Cámara de Diputados, Cuhna dio entrada a una solicitud de desafuero en contra Dilma Rousseff, que fue presentada por un grupo de ciudadanos encabezados por unas profesoras de la Universidad de Sao Paulo. Si la tesis del golpe de Estado legislativo, como se le ha calificado, es cierta, entonces ¿cómo puede ser que uno de sus principales promotores haya terminado sentenciado en el marco de la investigación sobre Lava Jato? ¿Pueden unos golpistas terminar encarcelados por un poder judicial independiente en el marco del mismo régimen político bajo el que instrumentaron el supuesto golpe al orden constitucional?
En lo que resta de este comentario sostendremos que la sentencia recibida por Cuhna es, efectivamente, un elemento que hace difícil sostener la tesis del golpe de Estado, pero eso no significa, sin embargo, que la democracia brasileña transite, felizmente, hacia un mejoramiento de su presidencialismo inspirado por las virtudes del parlamentarismo
Dilma Rousseff se reeligió como presidenta de Brasil con una cerrada victoria en las elecciones de octubre de 2014. Ella obtuvo 51.6% de los votos emitidos en una segunda vuelta electoral, después de una campaña en la que uno de los temas principales fue la corrupción (y de una primera vuelta en la que no alcanzó el 50% del sufragio). Según diversos análisis, logró esa estrecha ventaja sobre todo por el apoyo de votantes en el nordeste del país, quienes habían sido beneficiados por políticas sociales de la propia Rousseff y de su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva; pero entre los estados de mayor actividad económica en el sur, como Sao Paulo y Rio de Janeiro, ella no fue preferida por una mayoría.
Rousseff alcanzó el margen que le dio la victoria en las urnas gracias a que sumó el apoyo de muchos partidos, que son parte de un sistema sumamente fragmentado. En la primera vuelta electoral participaron 22 candidatos, que después, para la segunda vuelta, se alinearon con ella o con su primer contendiente, Aécio Neves. De diferentes maneras, participaron en la conformación de las dos coaliciones los ganadores de 14 elecciones de gobernadores que tuvieron lugar simultáneamente a los comicios presidenciales y que pertenecen a nueve partidos distintos. En menor medida, tuvieron parte también otros diez gobernadores cuyos cargos no estaban en disputa. El soporte legislativo de Rousseff dependía, entonces, de un amplio número de compromisos frágiles. En su gabinete (de 39 ministros) quedaron políticos de diez partidos diferentes, además de algunos actores que se calificaban de independientes, y que eran identificados como empresarios o como expertos técnicos, más que como políticos. Una pieza clave en este equipo era Michel Temer, quien no pertenece al grupo parlamentario de Rousseff y Lula, el Partido de los Trabajadores, PT, sino al Partido del Movimiento Democrático Brasileño, PMDB, el cual ha sido importante en todas las coaliciones de gobierno formadas después de la dictadura militar.
El equilibrio, de por sí precario, se vio pronto amenazado por un rechazo judicial a las cuentas gubernamentales del primer periodo presidencial de Rousseff y por el recrudecimiento del escándalo Lava Jato, en el que estaban involucrados ex funcionarios del gobierno de Lula. Las cuentas mostraban un estado sano de las finanzas públicas que no correspondía a la realidad, lo que daba pie a argumentar que habían sido maquilladas con el propósito de apoyar la candidatura de Rousseff. Además, según algunos, implicaban que se habían transferido de manera indebida a ciertas partidas fondos que habían sido asignados a otras. Más grave, en relación con el escándalo, se estaba evidenciando que la campaña electoral había sido financiada en su mayor parte con aportaciones de compañías constructoras que se encontraban en investigación como presuntas originarias de los sobornos. Si algún integrante del gabinete era encontrado culpable de algún hecho que vinculara el maquillaje contable y la corrupción petrolera, el espacio de acción de su partido se vería reducido y, con ello, las opciones de política para toda la coalición quedarían limitadas.
Diversos representantes de los partidos en el Congreso Nacional declararon estar a favor de investigar a fondo los dos asuntos, para deslindarse de los acusados. En este contexto, Cunha, como presidente de la Cámara de Diputados, dio trámite a la solicitud de desafuero que fue presentada en contra de Dilma Rousseff. Paralelamente, seguidores de Lula iniciaron un proceso de impugnación al propio da Cunha, y en diversas ciudades del país surgieron manifestaciones en contra de la corrupción, de Lula y de la presidenta. A éstas, se sumaron otras, contra políticas de austeridad que adoptó el nuevo gobierno, para tratar de revertir un estancamiento y un endeudamiento que parecían obedecer, tanto a la crisis financiera mundial, como al agotamiento de un ciclo de crecimiento basado en el comercio exterior de materias primas.
La tesis del mecanismo de corrección al presidencialismo fue propuesta, entre otros, por Fernando Henrique Cardoso, en un par de entrevistas periodísticas y en una presentación académica. Cardoso, quien había sido presidente antes de Lula da Silva, dijo que en la Constitución brasileña se había inscrito una previsión para remover al o a la titular del ejecutivo, si el rumbo que tomaba el país con su gobierno no era adecuado. Dio a entender, entre líneas, que se podía invocar un mecanismo equivalente, o similar en espíritu, al voto de no confianza de los regímenes parlamentarios. Según esto, no se trataba de determinar si Rousseff era culpable o no de una falta grave tipificada, sino de reconocer que ella había perdido el apoyo popular y, sobre todo, de cambiar las políticas que estaban dañando la economía de Brasil.
Poco después, en la misma línea argumentativa, y en un tono de aprecio por Rousseff, que algunos calificaron de aparente, Cardoso declaró: “Estoy obligado a admitir que el Gobierno no tiene más condiciones para gobernar; no vamos a tirarnos más piedras sobre el tejado. Tenemos problemas que resolver.” Esta toma de posición contribuyó a que las discusiones en el Congreso cobraran mayor ímpetu, si bien la mayoría se centraron en las cuestiones legales, más que en las políticas o en las económicas.
En un momento clave, el líder de los diputados del PMDB hizo público que su partido no había definido ninguna pauta en relación con el desafuero, y que los integrantes de la bancada votarían en conciencia, cada quien como lo decidiera por sí. Algunos periodistas que procuraban leer las líneas y las entre líneas del diferendo interpretaron que para ese partido resultaban demasiado complejas las dos acusaciones, la relativa a las malas cuentas y la referente a la corrupción de Petrobras, en conjunción con los planteamientos de Cardoso. No podían prever cómo mantener para las siguientes elecciones el apoyo de sus votantes. Otros concluyeron que el PMDB sí comprendía bien la situación y lo que buscaba era simplemente que Rousseff dejara de contar con una mayoría en el Congreso. Así ocurrió: Rousseff perdió las votaciones en la Cámara de Diputados y en el Senado, y Temer ocupó el lugar de ella. Sin embargo, ella no fue privada de sus derechos políticos, lo que se destacó en la prensa.
A diferencia de lo que ocurre en otros regímenes presidenciales, en los cuales la pérdida de los derechos y la remoción del cargo se implican mutuamente, en Brasil, a raíz de la previsión constitucional aludida por Cardoso, se trata de dos asuntos lógicamente independientes, que se deciden por separado. En este marco, para un número de senadores que resultó decisivo, Rousseff cometió errores de gobierno, pero no faltas graves; para otros, ella sí cometió infracciones mayores, y eso era suficiente para dejarla sin derechos y destituirla o, bien, eran válidas las dos imputaciones, la de las equivocaciones políticas y la de las contravenciones legales. Eso es lo que explica la separación de las decisiones.
En buena medida, por ese doble resultado, en la semana que siguió a la destitución de Rousseff, se continuó de manera muy intensa una disputa por el significado del hecho, que se había iniciado unas semanas antes por decisiones estratégicas del PT y de los impugnadores de Rousseff. El partido y los asesores de ella la calificaron de golpe de Estado y sus antagonistas alegaron que se trataba de un proceso válido constitucionalmente. El argumento principal de los primeros fue que si no se probó que era válido retirarle sus derechos políticos, tampoco lo era removerla del cargo. El argumento de los segundos es que, precisamente el hecho de que ella haya conservado sus derechos prueba que no hubo ningún golpe.
Varios meses después tiene lugar la renuncia de Cunha a su escaño en el Congreso y luego la sentencia en su contra. Para muchos, esto confirmará que su intención, al dar cabida a la solicitud de desafuero, no podía ser sancionar la corrupción, sino todo lo contrario. Cunha quería protegerse a sí mismo y sus cómplices, y necesitaba quitar del camino a Dilma Rousseff y por lo tanto, su destitución había sido propiamente un golpe.
Sin embargo, lo que sugiere la condena que recibió Cunha es que, si había una conspiración golpista en la que él mismo fuera una pieza clave, tal conspiración fracasó. Si Cunha, estuviera en una posición de poder como las que adquieren los golpistas, nunca hubiera sido castigado. Esto no significa, sin embargo, que la destitución de Rousseff haya sido procedimentalmente impecable. La legislación regulatoria de la previsión constitucional es insuficiente para distinguir propiamente los procedimientos que conducen a la remoción por mal gobierno o por falta de apoyo ciudadano, de aquellos procesos legislativos que derivan en la destitución por faltas graves a la ley. En el proceso que llevó a la destitución de Dilma Rousseff está presente una mezcla de todos esos motivos.
Si bien es difícil calificar al impeachement de Rousseff como un golpe de Estado, es igualmente difícil pensar que el proceso legislativo que tuvo lugar puede ser equivalente a un proceso semejante al que tiene lugar en los sistemas parlamentarios cuando se produce un cambio de gobierno sin mediar votaciones generales. Antes bien, puede ser considerado como la consecuencia de la manipulación estratégica de las normas y los procedimientos. En este caso, políticos y legisladores implicados en operaciones de corrupción pueden jugar en el margen de la ley para hacer prevalecer sus intereses o los de sus facciones. En un sistema de partidos tan fragmentado como el brasileño, la ventana de oportunidad para esos políticos se abrió con la desarticulación de la coalición de gobierno de Rousseff.
La ejemplar vigorosidad con la que la investigación de Lava Jato persigue la corrupción y hace valer la ley contrasta, en última instancia, con un conglomerado disperso de élites políticas que están dispuestas a poner en tensión a la institucionalidad democrática antes que someterse a la rendición legal de cuentas. El Presidente Temer es un buen ejemplo de ese tipo de político: siendo vicepresidente, fue legalmente investido como jefe de Estado por el Congreso. Su mandato, sin embargo, carece de la legitimidad electoral que es constitutiva de los regímenes presidenciales y su popularidad es mínima. Ninguna de estas dos deficiencias parece desvelarlo mucho.
Quedan, entonces abiertas dos preguntas: ¿Es posible modificar el presidencialismo para que una crisis de gobierno no sea sinónima de una crisis de régimen? ¿Podemos aprender de la crisis que llevó a la destitución de Rousseff para imaginar los cambios que habría que hacer en Brasil o en otros países de la región?
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM